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martes, 27 de septiembre de 2011

Conciencia y Constitución



Copio un artículo aparecido en el diario La Razón (24-9-2011) y que firma Álvaro Redondo Hermida, Fiscal del Tribunal Supremo:

CONCIENCIA Y CONSTITUCIÓN

La visita a Madrid del Papa Benedicto XVI con ocasión de las Jornadas Mundiales de la Juventud ha venido acompañada de la presencia de confesionarios en lugares públicos, hecho que ha llamado la atención por su carácter infrecuente y por su alta significación y simbolismo. En una sociedad tan laica, donde la presencia del símbolo religioso se encuentra cada vez más limitada y comprometida, y en la que se tiende a asimilar la presencia pública de la religión a un supuesto atentado contra el principio de neutralidad de la Administración, esta aparición estelar de confesionarios en el espacio urbano llama profundamente la atención.

Este suceso tan notable puede relacionarse con la doctrina cristiana de la libertad de conciencia, según la cual todos estamos llamados a abrazar libremente y bajo nuestra responsabilidad la creencia que nuestra fe y nuestra razón consideren verdadera. Asimismo, el hecho de la presencia de dichos confesionarios tiene que ver con la idea de dignidad de la persona, concepto éste totalmente original del cristianismo. Antes de la difusión del mensaje cristiano se hablaba del Hombre, de sus derechos y obligaciones, pero el concepto de persona deriva de la idea religiosa que aproxima todo ser humano a la Divinidad, de la cual se afirma que tiene con los hombres una relación de semejanza.

De esta idea de dignidad surge la doctrina de que hay cierto espacio de intimidad de la persona que no puede ser invadido por ninguna autoridad, ni por ninguna actuación inquisitiva, el espacio de la conciencia. La confesión sacramental es el símbolo máximo de la existencia de este espacio inviolable, por lo que la presencia de los confesionarios representa la pública proclamación de la vigencia de esa doctrina, que preserva la dignidad esencial de la persona frente a todo atentado contra la misma que pudiera provenir de cualquier autoridad.

Por lo expuesto, la Ley española establece que los sacerdotes no tienen obligación de declarar como testigos en relación con lo que les fuera revelado en confesión sacramental (artículo 417 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal). La Ley protege la libertad religiosa del sacerdote, como también la libertad de conciencia del penitente, determinando así la existencia de un valladar infranqueable para la autoridad.

Asimismo, la norma eclesiástica prohíbe absolutamente al sacerdote revelar lo que haya averiguado en confesión, estableciendo que el secreto sacramental no se puede violar ni de palabra ni de cualquier otro modo, en ningún caso y en absoluto. El sacerdote que infringe este deber de secreto incurre en pecado grave y en excomunión. De este modo, podemos afirmar que mientras exista el cristianismo habrá un rincón del espíritu, un ámbito del pensamiento absolutamente protegido frente a toda intervención de la autoridad, frente a toda imposición de la sociedad, frente a todo abuso del Legislador, frente a toda ingerencia de los poderes fácticos, frente a toda influencia de los grupos de presión, y ese espacio es el de la conciencia individual. Mientras exista el respeto a los valores cristianos habrá libertad de conciencia, para que los jóvenes reciban la educación moral acorde con sus convicciones (Sentencia del Tribunal Constitucional 38-07). Libertad de conciencia, para que todas las personas puedan expresar su religión con total inmunidad frente a la menor coacción de los poderes públicos, como proclama la Constitución en su artículo Dieciséis. Libertad de conciencia para asegurar “...un claustro íntimo vinculado a la personalidad y dignidad individual...”. (Sentencia del Tribunal Constitucional 177-06).

La confesión pública durante las Jornadas de Madrid no ha sido un mero detalle pintoresco, destinado a constituir un recuerdo entrañable de amables forasteros, ni ha sido tampoco una anécdota más de la dilatada historia de la capital de España, sino que más bien ha constituido la afirmación de la voluntad de los cristianos de preservar su libertad de conciencia, como expresión de su dignidad personal, una dignidad que la Constitución considera, inspirándose para ello en la tradición cristiana, como el fundamento del orden jurídico y de la paz social.

La confesión pública de Madrid ha representado asimismo el deseo de asegurar que la religión tenga presencia en el ámbito público, una presencia a la que puede aspirar con toda legitimidad, puesto que las creencias religiosas son la “...respuesta a la inquietud del corazón de los Hombres, una respuesta que propone caminos, normas de vida, ritos sagrados...”. (Concilio Vaticano II, Declaración “Nostra Aetate”).

viernes, 7 de mayo de 2010

Cruces


(Artículo del Prof. Navarro-Valls hoy en El confidencial):

LAS CRUCES NOS PERSIGUEN

Entiéndaseme bien, me refiero a los juristas. Quiero decir que, después de la discutible sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre los crucifijos en Italia (caso Lautsie), dos pronunciamientos judiciales simultáneos coinciden en considerar la cruz latina como algo más que un símbolo religioso. La coincidencia tiene interés porque la primera proviene de un contexto anglosajón: la emite el Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos; la otra, más modesta, se elabora en un juzgado aragonés, es decir, en una cultura continental europea. Un breve análisis de ambas puede ayudar a centrar la polémica sobre simbología religiosa en lugares públicos, de modo que ayudemos a calmar algo más las pasiones, sin dejar de satisfacer -en la medida de lo posible- las inteligencias.

La sentencia Salazar contra Buono (28 abril 2010) decide definitivamente por el TS americano una controversia que ha corrido toda la escala judicial americana, ha obligado a dos intervenciones del Congreso de los EE.UU, y ha durado nueve años. El debate se centra sobre la posible inconstitucionalidad de una cruz de unos 10 pies de altura situada en la reserva natural del desierto de Mojave (California). Fue construida en territorio público el año 1934 para honrar a los caídos de la I Guerra Mundial. El Congreso, para evitar la demolición exigida por Frank Buono -un ex cuidador del parque que aduce lesión de la separación Iglesia/Estado-, declaró la cruz “ memorial nacional”, incluyéndolo en un selecto grupo de monumentos, como el dedicado a Washington o el Jefferson Memorial. Posteriormente, transfiere la propiedad a la asociación privada que erigió la cruz.

No obstante, Buono sigue exigiendo su demolición, pues -según él - el “memorial” continúa enviando un “mensaje religioso”, en terreno que, de algún modo, sigue conectado con intereses públicos. Por 5 votos a 4, el Tribunal Supremo da la razón al gobierno frente a la pretensión del demandante. Entre otras razones -según la sentencia- porque “una cruz latina no es sólo una reafirmación de las creencias cristianas”. Es un símbolo de uso frecuente destinado, entre otras finalidades, a “honrar y respetar a aquellos cuya heroicidad merece un lugar en la historia de EE.UU“. Para el ponente de la sentencia : “aquí, en el desierto, la cruz evoca algo más que un hecho religioso. Evoca miles de pequeñas cruces en los campos extranjeros que señalan tumbas de estadounidenses que cayeron en combate”.

La sentencia tiene interés por varias razones. La primera, porque continúa una línea argumental que se remonta a la del TS en el caso Van Orden v. Perry (27 de junio de 2005). En ella se declara la constitucionalidad de un monolito situado frente al Congreso de Texas en el que, entre otros elementos figurativos, se recoge el texto de los Diez Mandamientos. Para el fallo, aunque los Diez Mandamientos tienen carácter religioso, también tiene un carácter histórico innegable, es decir secular. La Constitución no obliga al gobierno a retirar del ámbito público todo lo que tenga carácter religioso: eso sería un “absolutismo” incompatible con las tradiciones históricas norteamericanas. La segunda razón de la expectativa que había levantado la sentencia radicaba en comprobar cuál sería la postura de la nueva magistrada (Sonia Sotomayor) nombrada por Obama: ha votado con la minoría contra la cruz de Mojave.

Si de un lado del Atlántico saltamos al otro, la sentencia de 30 de abril de 2010 del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Zaragoza desestima el recurso del Movimiento Hacia un Estado Laico (MHUEL) planteado contra el Reglamento de Protocolo del Ayuntamiento de Zaragoza. En el recurso se pretendía anular la decisión del alcalde socialista Belloch de mantener el crucifijo en el Salón de Plenos. La sentencia afirma que "el hecho de que exista una neutralidad del Estado en materia de libertad religiosa no significa que los poderes públicos hayan de desarrollar una especie de persecución del fenómeno religioso o de cualquier manifestación de tipo religioso". Y recuerda que el escudo de Aragón, reconocido en el Estatuto de Autonomía vigente, incluye tres cruces: “si se suprimieran habría que convenir que dicho escudo ya no sería el de Aragón”.

Repárese que tanto el TS americano como el Tribunal español coinciden en no confundir laicidad del Estado con “ausencia de visibilidad de la religión”. Es decir, como si la neutralidad fuera una situación artificial que garantiza entornos ‘libres de religión” pero no, como ha precisado Martínez Torrón, “libres de otras ideas no religiosas de impacto ético equiparable”. Esta visión inexacta conviene matizarla, pues con frecuencia, los símbolos religiosos conectan con tradiciones y costumbres que ya se han insertado en el código genético de un pueblo. En este sentido suelo recordar la sentencia Marsh v. Chambers del TS americano que, al declarar constitucional que se diga una oración pública en las sesiones del Senado, calificaba el hecho de “reconocimiento tolerable de las creencias ampliamente compartidas por el pueblo de EE.UU. y no un paso decidido hacia el establecimiento de una iglesia oficial”.

*Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, Secretario General de la Academia de Jurisprudencia y Legislación y Miembro del Foro de la Sociedad Civil.

domingo, 7 de febrero de 2010

Religión y orden público


El escritor británico Paul Johnson, en su obra «Estados Unidos: La historia», al hacer una balance de la evolución de los índices de delincuencia en aquel país y los esfuerzos policiales de los últimos años, hace una interesante reflexión que incluye a la religión y la postura secularizante del Estado moderno:

«Pero, aunque una policía más eficaz, instigada por factores demográficos subyacentes, como una elevación de la edad promedio de la población, hizo mucho por resolver el problema, la mayoría de los estudios sostienen que un avance radical en el nivel del delito en Estados Unidos dependería del regreso a una cultura más religiosa o moralista. Los historiadores siempre han percibido que la religión organizada ha resultado ser la mejor forma de control social en las sociedades occidentales.

»A la luz de esta conclusión, es probable que los historiadores del futuro sientan extrañeza ante el hecho de que, durante la segunda mitad del siglo XX, mientras el pecado público, o el delito, crecía a gran velocidad, las autoridades del Estado, y, notablemente, los tribunales –en especial la Corte Suprema– hicieron todo lo que pudieron para reducir el papel de la religión en los asuntos de Estado, particularmente en la educación de los jóvenes, cuando declararon que los rezos escolares eran ilegales y anticonstitucionales y cuando prohibieron hasta los símbolos religiosos como los árboles de Navidad y las representaciones teatrales navideñas dentro de las escuelas.

»Mientras que en Europa, muchas veces, casi habitualmente, se consideraba que el fervor y las prácticas religiosas eran una amenaza a la libertad, en Estados Unidos se las veía como un fundamento de ésta. En Europa, la religión se presentaba, al menos por parte de la mayoría de los intelectuales, como un obstáculo al “progreso”: en Estados Unidos, como una de sus dinámicas.

»Desde los sesenta, esta enorme e importante diferencia entre Europa y Estados Unidos se volvió borrosa, quizá con vistas a desaparecer totalmente. Era una de las maneras en que Estados Unidos estaba perdiendo su unicidad y dejando de ser la “ciudad de la colina”. Por primera vez en la historia norteamericana surgió la tendencia, especialmente extendida entre los intelectuales, de que las personas religiosas eran enemigas de la libertad y de la elección democrática. Otra tendencia entre la misma gente consistía en presentar las creencias religiosas de cualquier clase que se practicaran con celo como “fundamentalismo”, un término del que se ha abusado universalmente»

martes, 7 de abril de 2009

Laicidad y cristianismo


El filósofo francés Rémi Brague, en una reciente conferencia en España, ha afirmado que «la cuestión de la laicidad se genera en el seno del cristianismo». Obtiene una conclusión: para que haya laicidad deben existir Iglesia y Estado.

A su juicio, la Iglesia aparece como «una instancia secularizadora. El Imperio quería ser sagrado, pretendía producir lo sagrado. Al principio, durante el período de las persecuciones, la separación fue fácil. Eso no quiere decir que en la época de Constantino no hubiera separación». Partiendo de la necesidad de que exista una separación entre Iglesia y Estado, Brague apunta que el problema surge a la hora de concretar esa separación: «Está claro lo que es puramente religioso y lo que es puramente político. Pero en medio está la sociedad civil. Y desde hace varios siglos el Estado pretende controlar la sociedad civil. La adecuada relación entre el poder y la sociedad civil no es fruto de unos principios, la laicidad no es un principio, es un hecho histórico».

Brague también explica que el término laicidad deriva de la palabra griega laos y no de la palabra griega demos. El término laos es el que utilizaron los traductores de la Biblia de los 70 para referirse a la palabra pueblo. Desecharon la palabra griega demos que tenía una clara connotación política, porque querían dejar claro que al referirse al pueblo se referían al pueblo que tenía una relación con Dios. Por ello, según el filósofo, no se puede hablar de algo laico o de laicidad «sin hacer referencia a la elección de Dios». Según Brague el origen del sistema democrático no hay que buscarlo en la Grecia clásica sino en el Medievo cristiano, que es el que defiende que cada hombre tiene el mismo valor ante los ojos de Dios.

En definitiva, la laicidad surge de la dualidad, la exige y la protege. El laicismo es una laicidad que se cree autónoma del hombre y de la sociedad, que olvida su origen y su verdadero propósito, para convertirse en un fin en sí mismo.

lunes, 9 de febrero de 2009

Los pronunciamientos de la Iglesia en el espacio público



En un ambiente en el que flotan ideas laicistas, una de las cuestiones que mayor discusión suscita es la intervención de los pastores de la Iglesia en la tribuna pública, sobre todo cuando se refieren a asuntos de interés social en los que se confrontan con ideologías partidistas. Con la reciente visita a España del Cardenal Bertone, Secretario de Estado de la Santa Sede, que ha concentrado el interés de los medios de comunicación, ha vuelto a encenderse la polémica. Sus alusiones al derecho a la vida y a la dignidad de la persona, al uso moral de la ciencia o al verdadero matrimonio han sido mal recibidas por los partidarios del aborto, la investigación con embriones o las bodas homosexuales. ¿Tiene la Iglesia derecho a abordar estos asuntos, habida cuenta que no atañen solamente a sus fieles, sino al conjunto de la sociedad?

La respuesta tendría varios aspectos. Por un lado, el derecho de libertad religiosa garantiza a los dirigentes religiosos dirigirse a sus seguidores e instruirles en su doctrina; pero también protege la divulgación de un credo religioso y el apostolado entre quienes no son creyentes, siempre que se haga respetando su libertad. Sin embargo, la cuestión no sería exactamente esta, porque los temas que suelen generar debate no son propiamente confesionales, sino que pertenecen a lo que llamaríamos “derecho natural”. La dignidad de la persona, el respeto a la vida y a la libertad no son dogmas católicos, sino que afectan a todo hombre y mujer, y por eso vinculan también a la Iglesia, que ve en esos principios y derechos fundamentales la voluntad de Dios Creador. Por tanto, cuando la Iglesia defiende la familia fundada sobre el matrimonio y se dirige a la sociedad en su conjunto, pretende hacer una aportación recordando lo que considera un bien común. Y una sana laicidad no debiera tener prejuicios para que la Iglesia proponga su punto de vista en el ámbito público.

En este sentido, el Papa Benedicto XVI ha aclarado: «No hay que olvidar que, cuando las Iglesias o las comunidades eclesiales intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando ciertos principios, eso no constituye una forma de intolerancia o una interferencia, puesto que esas intervenciones sólo están destinadas a iluminar las conciencias, permitiéndoles actuar libre y responsablemente de acuerdo con las verdaderas exigencias de justicia, aunque esto pueda estar en conflicto con situaciones de poder e intereses personales». Y también ha afirmado que no constituiría una sana laicidad «negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos, por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino».

La sana laicidad, o la laicidad positiva de la que habla nuestro Tribunal Constitucional, debieran ser respetuosas con estas intervenciones, a las que ampara tanto la libertad religiosa –que tiene una dimensión pública– como la libertad de expresión.