El día 16 de febrero de 2012, se publicó, en el diario ElConfidencial.com, un artículo de Rafael Navarro Valls, Catedrático de la Universidad Complutense, en el que el autor opina sobre la conveniencia de una revisión de los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede”. Trascribo íntegramente dicho artículo.
LA REVISIÓN DE LOS ACUERDOS ENTRE EL ESTADO Y LA SANTA SEDE: ENTRE NECESIDAD Y POSIBILIDAD
La reciente aprobación por el congreso del Partido Socialista Obrero Español de una proposición pidiendo “la revisión de los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede” ha tenido una notable repercusión pública. Probablemente, porque esos Acuerdos supusieron el final de una etapa de remodelación de las relaciones Iglesia- Estado en España, que había comenzado unos años antes de la muerte del general Franco y que se precipitó con su desaparición. Junto con la Constitución española, dichos Acuerdos suponen todo un símbolo de la nueva etapa democrática que se abrió. Esto explica que los cinco acuerdos -que constituyen el contenido de lo que, simplificando, podemos llamar el “concordato” que sustituyera al del año 1953-, fueran aprobados entre 1976 y 1979 con amplias mayorías en el Parlamento de la joven democracia española.
Las veces que, desde entonces, se ha planteado hipotéticamente su revisión, ha sido por algunos sectores ideológicos que desconfían de lo que pudiéramos llamar “legislación especial” sobre cultos. Se trata de la posición de los amantes de la legislación común. Postura más o menos razonable, si no fuera histórica y regresiva. Hoy vivimos en una época jurídica marcada por una eclosión de leyes especiales, informal o formalmente pactadas con diversos grupos sociales. Leyes que procuran adaptarse a la peculiar estructura de cada uno de los factores que esos grupos representan, ya se trate del factor laboral, sindical o sanitario. Es decir, la rigidez de las leyes comunes cede ante la plasticidad de la vida.
La eclosión de los concordatos
En el marco de las relaciones Estado-Iglesia, esto se manifiesta en una llamativa eclosión de la legislación pactada en todo el mundo, paralela a ese crescendo de legislaciones negociadas por los Estados en otros ámbitos sociales. Es significativo que los acuerdos estipulados por los Estados con la Iglesia católica en el casi medio siglo que hoy nos separa del Concilio Vaticano II, superan notablemente en cantidad a todos los suscritos en los cinco decenios precedentes. La razón estriba en que la bilateralidad potencia fórmulas de consenso que aquietan las pasiones y, en lo posible, satisfacen las inteligencias.
Dicho esto, es evidente que la revisión de un pacto con rango de tratado internacional exige, para ello, dos presupuestos: necesidad y posibilidad.
Lo primero es muy dudoso. Para revisar un tratado internacional se requieren causas importantes y graves. Pensemos en la última revisión efectuada en España de un concordato con la Santa Sede y las serias motivaciones que la impulsaron. Me refiero al ya derogado concordato de 1953.
Los graves motivos de la revisión del concordato de 1953
La rotura unilateral de un concordato solamente es posible cuando el propio tratado lo prevea o cuando haya una violación gravísima por una de las partes
En efecto, tanto el Estado como la Iglesia católica se encontraron entre mediados de los 60 y principios de los 70 con dos problemas de entidad. Por un lado, el privilegio del fuero que consagraba el concordato de 1953 producía situaciones anómalas, pues sacerdotes de algún modo conectados con el movimiento terrorista de ETA no podían ser juzgados por las autoridades civiles, ya que el concordato exigía la autorización de los correspondientes obispos. Estos no siempre la otorgaban, dificultando el procedimiento penal y la acción policial.
Por otro lado, a partir del Concilio Vaticano II, la Santa Sede había rogado a los Estados que renunciaran al privilegio de intervenir en los nombramientos de autoridades eclesiásticas (incluidos obispos): entre esos Estados estaba el español. Así, el desencadenante de la revisión del concordato de 1953 fueron dos cuestiones de máxima importancia: el libre nombramiento de Obispos y la igualdad de todos los ciudadanos frente a la administración de justicia.
¿Motivos para la revisión de los vigentes Acuerdos?
Si desde estas consideraciones fijamos ahora nuestra mirada en el vigente “concordato” habrá que convenir que las inevitables fricciones o temas en discusión se han ido resolviendo a través de fórmulas imaginativas que, evitando aplicar la piqueta a una estructura aceptable, ha dado respuestas inteligentes a nuevas necesidades, sin abrir formalmente un proceso de revisión. Baste pensar en el simple canje de Notas (diciembre de 2006) entre la Nunciatura en España y el Ministerio de Exteriores, por el que se ratifican los acuerdos en materia de financiación de la Iglesia alcanzados por el Gobierno y la Conferencia Episcopal española. Entre ellos, nada menos que la definitiva terminación del sistema de dotación presupuestaria y su sustitución por el de asignación tributaria, elevando al mismo tiempo el coeficiente de este último al 0,7 % en la declaración del IRPF.
Algo similar ocurrió con el problema planteado con el régimen de los profesores de religión que, después de algunos vaivenes, quedó recogido sin especiales problemas en un Real Decreto de 2007.
En fin, las pocas veces que el Tribunal Constitucional ha debido afrontar cuestiones relacionadas con los Acuerdos (capellanes castrenses, matrimonio, enseñanza de la religión, idoneidad del profesorado) nunca ha puesto en duda su constitucionalidad, lo que entonces sí que haría necesaria una revisión. Incluso el Tribunal de Derechos Humanos (sentencia 14 de junio de 2001, caso Alujer y Caballero contra España) ha declarado acordes con el Convenio de Derechos Humanos y con justificación “objetiva y razonable” la conclusión de Acuerdos entre la Iglesia católica y el Estado previendo para la Iglesia un estatuto fiscal específico, siempre que quede abierta la puerta para la conclusión de convenios entre el Estado y otras Iglesias que así también lo establezca. Lo cual, como es sabido, está previsto en la ley de libertad religiosa española de 1980.
Descartada, pues, la necesidad de una revisión, digamos que, en cuanto a su posibilidad, siempre está abierta, desde luego, si ambas partes (Iglesia y Estado) así lo acuerdan. Pero esta posibilidad -siempre implícita en todo tratado internacional- no parece que deba actualizarse por causas de menor importancia. Y la posible denuncia unilateral no es factible, entre otras cosas porque la rotura unilateral de un concordato solamente es posible cuando el propio tratado lo prevea o cuando haya una violación gravísima por una de las partes. Ya se entiende que esta situación es absolutamente irreal en el actual panorama sociológico y político español.
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domingo, 19 de febrero de 2012
domingo, 7 de febrero de 2010
Religión y orden público

El escritor británico Paul Johnson, en su obra «Estados Unidos: La historia», al hacer una balance de la evolución de los índices de delincuencia en aquel país y los esfuerzos policiales de los últimos años, hace una interesante reflexión que incluye a la religión y la postura secularizante del Estado moderno:
«Pero, aunque una policía más eficaz, instigada por factores demográficos subyacentes, como una elevación de la edad promedio de la población, hizo mucho por resolver el problema, la mayoría de los estudios sostienen que un avance radical en el nivel del delito en Estados Unidos dependería del regreso a una cultura más religiosa o moralista. Los historiadores siempre han percibido que la religión organizada ha resultado ser la mejor forma de control social en las sociedades occidentales.
»A la luz de esta conclusión, es probable que los historiadores del futuro sientan extrañeza ante el hecho de que, durante la segunda mitad del siglo XX, mientras el pecado público, o el delito, crecía a gran velocidad, las autoridades del Estado, y, notablemente, los tribunales –en especial la Corte Suprema– hicieron todo lo que pudieron para reducir el papel de la religión en los asuntos de Estado, particularmente en la educación de los jóvenes, cuando declararon que los rezos escolares eran ilegales y anticonstitucionales y cuando prohibieron hasta los símbolos religiosos como los árboles de Navidad y las representaciones teatrales navideñas dentro de las escuelas.
»Mientras que en Europa, muchas veces, casi habitualmente, se consideraba que el fervor y las prácticas religiosas eran una amenaza a la libertad, en Estados Unidos se las veía como un fundamento de ésta. En Europa, la religión se presentaba, al menos por parte de la mayoría de los intelectuales, como un obstáculo al “progreso”: en Estados Unidos, como una de sus dinámicas.
»Desde los sesenta, esta enorme e importante diferencia entre Europa y Estados Unidos se volvió borrosa, quizá con vistas a desaparecer totalmente. Era una de las maneras en que Estados Unidos estaba perdiendo su unicidad y dejando de ser la “ciudad de la colina”. Por primera vez en la historia norteamericana surgió la tendencia, especialmente extendida entre los intelectuales, de que las personas religiosas eran enemigas de la libertad y de la elección democrática. Otra tendencia entre la misma gente consistía en presentar las creencias religiosas de cualquier clase que se practicaran con celo como “fundamentalismo”, un término del que se ha abusado universalmente»
«Pero, aunque una policía más eficaz, instigada por factores demográficos subyacentes, como una elevación de la edad promedio de la población, hizo mucho por resolver el problema, la mayoría de los estudios sostienen que un avance radical en el nivel del delito en Estados Unidos dependería del regreso a una cultura más religiosa o moralista. Los historiadores siempre han percibido que la religión organizada ha resultado ser la mejor forma de control social en las sociedades occidentales.
»A la luz de esta conclusión, es probable que los historiadores del futuro sientan extrañeza ante el hecho de que, durante la segunda mitad del siglo XX, mientras el pecado público, o el delito, crecía a gran velocidad, las autoridades del Estado, y, notablemente, los tribunales –en especial la Corte Suprema– hicieron todo lo que pudieron para reducir el papel de la religión en los asuntos de Estado, particularmente en la educación de los jóvenes, cuando declararon que los rezos escolares eran ilegales y anticonstitucionales y cuando prohibieron hasta los símbolos religiosos como los árboles de Navidad y las representaciones teatrales navideñas dentro de las escuelas.
»Mientras que en Europa, muchas veces, casi habitualmente, se consideraba que el fervor y las prácticas religiosas eran una amenaza a la libertad, en Estados Unidos se las veía como un fundamento de ésta. En Europa, la religión se presentaba, al menos por parte de la mayoría de los intelectuales, como un obstáculo al “progreso”: en Estados Unidos, como una de sus dinámicas.
»Desde los sesenta, esta enorme e importante diferencia entre Europa y Estados Unidos se volvió borrosa, quizá con vistas a desaparecer totalmente. Era una de las maneras en que Estados Unidos estaba perdiendo su unicidad y dejando de ser la “ciudad de la colina”. Por primera vez en la historia norteamericana surgió la tendencia, especialmente extendida entre los intelectuales, de que las personas religiosas eran enemigas de la libertad y de la elección democrática. Otra tendencia entre la misma gente consistía en presentar las creencias religiosas de cualquier clase que se practicaran con celo como “fundamentalismo”, un término del que se ha abusado universalmente»
martes, 7 de abril de 2009
Laicidad y cristianismo

El filósofo francés Rémi Brague, en una reciente conferencia en España, ha afirmado que «la cuestión de la laicidad se genera en el seno del cristianismo». Obtiene una conclusión: para que haya laicidad deben existir Iglesia y Estado.
A su juicio, la Iglesia aparece como «una instancia secularizadora. El Imperio quería ser sagrado, pretendía producir lo sagrado. Al principio, durante el período de las persecuciones, la separación fue fácil. Eso no quiere decir que en la época de Constantino no hubiera separación». Partiendo de la necesidad de que exista una separación entre Iglesia y Estado, Brague apunta que el problema surge a la hora de concretar esa separación: «Está claro lo que es puramente religioso y lo que es puramente político. Pero en medio está la sociedad civil. Y desde hace varios siglos el Estado pretende controlar la sociedad civil. La adecuada relación entre el poder y la sociedad civil no es fruto de unos principios, la laicidad no es un principio, es un hecho histórico».
Brague también explica que el término laicidad deriva de la palabra griega laos y no de la palabra griega demos. El término laos es el que utilizaron los traductores de la Biblia de los 70 para referirse a la palabra pueblo. Desecharon la palabra griega demos que tenía una clara connotación política, porque querían dejar claro que al referirse al pueblo se referían al pueblo que tenía una relación con Dios. Por ello, según el filósofo, no se puede hablar de algo laico o de laicidad «sin hacer referencia a la elección de Dios». Según Brague el origen del sistema democrático no hay que buscarlo en la Grecia clásica sino en el Medievo cristiano, que es el que defiende que cada hombre tiene el mismo valor ante los ojos de Dios.
En definitiva, la laicidad surge de la dualidad, la exige y la protege. El laicismo es una laicidad que se cree autónoma del hombre y de la sociedad, que olvida su origen y su verdadero propósito, para convertirse en un fin en sí mismo.
A su juicio, la Iglesia aparece como «una instancia secularizadora. El Imperio quería ser sagrado, pretendía producir lo sagrado. Al principio, durante el período de las persecuciones, la separación fue fácil. Eso no quiere decir que en la época de Constantino no hubiera separación». Partiendo de la necesidad de que exista una separación entre Iglesia y Estado, Brague apunta que el problema surge a la hora de concretar esa separación: «Está claro lo que es puramente religioso y lo que es puramente político. Pero en medio está la sociedad civil. Y desde hace varios siglos el Estado pretende controlar la sociedad civil. La adecuada relación entre el poder y la sociedad civil no es fruto de unos principios, la laicidad no es un principio, es un hecho histórico».
Brague también explica que el término laicidad deriva de la palabra griega laos y no de la palabra griega demos. El término laos es el que utilizaron los traductores de la Biblia de los 70 para referirse a la palabra pueblo. Desecharon la palabra griega demos que tenía una clara connotación política, porque querían dejar claro que al referirse al pueblo se referían al pueblo que tenía una relación con Dios. Por ello, según el filósofo, no se puede hablar de algo laico o de laicidad «sin hacer referencia a la elección de Dios». Según Brague el origen del sistema democrático no hay que buscarlo en la Grecia clásica sino en el Medievo cristiano, que es el que defiende que cada hombre tiene el mismo valor ante los ojos de Dios.
En definitiva, la laicidad surge de la dualidad, la exige y la protege. El laicismo es una laicidad que se cree autónoma del hombre y de la sociedad, que olvida su origen y su verdadero propósito, para convertirse en un fin en sí mismo.
domingo, 1 de marzo de 2009
El factor religioso en Europa y los Estados Unidos

A finales del siglo XVIII, América del Norte y Europa conocieron fenómenos revolucionarios que dieron lugar a un nuevo país –los Estados Unidos– y a un nuevo régimen –el originado en Francia–, respectivamente. A pesar de sus similitudes, los orígenes y los resultados son diferentes en cuanto atañe a la religión.
Los Estados Unidos nacen de una población colonizadora de fuertes y variadas raíces religiosas, básicamente cristianas, en numerosos casos huida de persecuciones europeas por tales motivos. Su fe se reflejará en una Constitución que todavía hoy está vigente. La Revolución Francesa, por el contrario, se rebela contra el régimen absolutista y se lleva por delante a la Iglesia, cuya jerarquía mantenía buenas relaciones con aquel. Es un movimiento de laicismo anticristiano, y en buena medida lo podemos identificar hoy, sin llegar a las decapitaciones.
Pero el aspecto religioso no fue uno más de los que enmarcaron aquellos hechos, sino que se trató de un factor estructural y movilizador determinante. Dicho con palabras del prestigioso historiador Paul Preston: «La diferencia esencial entre la Revolución norteamericana y la Revolución francesa es que la primera, en sus orígenes, fue un acontecimiento religioso, mientras que la primera fue un acontecimiento antirreligioso».
El eclesiasticista Rafael Navarro-Valls ha explicado en qué medida estos acontecimientos históricos repercutieron en la distinta percepción del factor religioso en estos ámbitos: «En Estados Unidos, el poder político se limitó a abolir la Religión de Estado, poniendo a todas las Iglesias en pie de igualdad, en absoluta posesión de sus bienes y libres para organizar su vida interior. Era una separación amistosa con benévola neutralidad hacia todas las Iglesias. Algo bastante distinto de la intencionalidad de la Revolución Francesa, que marca el principio del separatismo continental. Aquí el poder no perseguía una separación benévola, sino una subordinación de la Iglesia al Estado: no parecía dispuesto a respetar los derechos de las Iglesias (en especial la católica), ni en lo que se refería a los bienes materiales ni a su organización interior».
Las consecuencias de aquella historia llegan hasta los actuales sistemas de relación Iglesia-Estado, y no es difícil detectar sus síntomas. Sería interesante señalar características y apuntar diferencias que hoy podemos percibir en torno a la posición respecto del factor religioso que se da en los sistemas políticos de Europa y Estados Unidos.
Pero el aspecto religioso no fue uno más de los que enmarcaron aquellos hechos, sino que se trató de un factor estructural y movilizador determinante. Dicho con palabras del prestigioso historiador Paul Preston: «La diferencia esencial entre la Revolución norteamericana y la Revolución francesa es que la primera, en sus orígenes, fue un acontecimiento religioso, mientras que la primera fue un acontecimiento antirreligioso».
El eclesiasticista Rafael Navarro-Valls ha explicado en qué medida estos acontecimientos históricos repercutieron en la distinta percepción del factor religioso en estos ámbitos: «En Estados Unidos, el poder político se limitó a abolir la Religión de Estado, poniendo a todas las Iglesias en pie de igualdad, en absoluta posesión de sus bienes y libres para organizar su vida interior. Era una separación amistosa con benévola neutralidad hacia todas las Iglesias. Algo bastante distinto de la intencionalidad de la Revolución Francesa, que marca el principio del separatismo continental. Aquí el poder no perseguía una separación benévola, sino una subordinación de la Iglesia al Estado: no parecía dispuesto a respetar los derechos de las Iglesias (en especial la católica), ni en lo que se refería a los bienes materiales ni a su organización interior».
Las consecuencias de aquella historia llegan hasta los actuales sistemas de relación Iglesia-Estado, y no es difícil detectar sus síntomas. Sería interesante señalar características y apuntar diferencias que hoy podemos percibir en torno a la posición respecto del factor religioso que se da en los sistemas políticos de Europa y Estados Unidos.
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