Se han conocido los datos de las cantidades que los ciudadanos han destinado a la Iglesia Católica a través del Impuesto sobre la Renta, los primeros una vez que se ha aumentado el porcentaje al 0,7% y se ha suprimido la partida prevista en los presupuestos generales del Estado. Los resultados parecen buenos, pues las contribuyentes que han marcado la casilla de la Iglesia han aumentado notoriamente, y el dinero recibido también. El nuevo sistema comienza con buen pie, aunque no reuniera todos los requisitos que pedía la Iglesia, en parte por la buena campaña que ha realizado en los medios de comunicación.
Al hilo del fastidio que a algunos pueden provocar los buenos números eclesiales, se reaviva el eterno debate sobre la supuesta financiación que el Estado hace a los católicos. Es preciso aclarar, aunque haya que repetirlo todos los días, que tal cosa no existe. Los ciudadanos son quienes financian a la Iglesia, a través de sus impuestos o por vías directas, siempre de forma voluntaria. Que existan subvenciones de las que se beneficia por sus actividades sociales, e incluso ventajas fiscales, es algo no reservado para ella y al alcance de otras entidades civiles, que en algunos casos –sin tener ni de lejos tantos seguidores, como los sindicatos o los partidos políticos–, sí que reciben financiación estatal. Pero es que, además de lo dicho, si hablamos de quién beneficia a quién, está claro que es la Iglesia, con su ingente obra social, quien está sacando las castañas del fuego al Estado, aunque no esto lo que quería plantear aquí.
Solamente quería mencionar que, desde el punto de vista de nuestro ordenamiento no hay ni había antes ninguna irregularidad. La atención que el artículo 16 de la Constitución exige a los poderes públicos respecto de las creencias religiosas de los españoles, el mandato de cooperación con las confesiones, y los acuerdos suscritos con la Iglesia respaldan legalmente el sistema, y todavía podría ir mas allá, sin vulnerarse la aconfesionalidad, porque el margen de maniobra del Estado dentro del marco legal lo permitiría. Y si no, ahí está la reciente financiación estatal de manuales de enseñanza islámica que el Gobierno afrontó en un afán de equiparación o de multiculturalismo no muy bien justificado.
Al hilo del fastidio que a algunos pueden provocar los buenos números eclesiales, se reaviva el eterno debate sobre la supuesta financiación que el Estado hace a los católicos. Es preciso aclarar, aunque haya que repetirlo todos los días, que tal cosa no existe. Los ciudadanos son quienes financian a la Iglesia, a través de sus impuestos o por vías directas, siempre de forma voluntaria. Que existan subvenciones de las que se beneficia por sus actividades sociales, e incluso ventajas fiscales, es algo no reservado para ella y al alcance de otras entidades civiles, que en algunos casos –sin tener ni de lejos tantos seguidores, como los sindicatos o los partidos políticos–, sí que reciben financiación estatal. Pero es que, además de lo dicho, si hablamos de quién beneficia a quién, está claro que es la Iglesia, con su ingente obra social, quien está sacando las castañas del fuego al Estado, aunque no esto lo que quería plantear aquí.
Solamente quería mencionar que, desde el punto de vista de nuestro ordenamiento no hay ni había antes ninguna irregularidad. La atención que el artículo 16 de la Constitución exige a los poderes públicos respecto de las creencias religiosas de los españoles, el mandato de cooperación con las confesiones, y los acuerdos suscritos con la Iglesia respaldan legalmente el sistema, y todavía podría ir mas allá, sin vulnerarse la aconfesionalidad, porque el margen de maniobra del Estado dentro del marco legal lo permitiría. Y si no, ahí está la reciente financiación estatal de manuales de enseñanza islámica que el Gobierno afrontó en un afán de equiparación o de multiculturalismo no muy bien justificado.
Y para quienes se escandalizan por la intervención del Estado en este asunto, siquiera sea como mediador, les recordaré que en lugares como Alemania, el aparato estatal recauda un impuesto exclusivamente religioso que han de pagar de forma obligatoria los fieles católicos y evangélicos a sus respectivas iglesias, y no hablamos de un país trasnochado precisamente.